El Ingenio de Ser
Namid, hijo de un acaudalado y prestigioso señor tenía en su padre la clave para gobernar; el orgullo en la ignorancia, el poder bajo su piel y la adoración a Dios en todo en cuanto significaba oro.
A los diecinueve años, Namid se consagró a los estudios de Economía. A esa edad era un hombre ya formado. A los seis años siguientes regresó a su hogar con doctorado en Desarrollo Económico y al entregarle el diploma a su padre que lo autorizaba a ejercer su ciencia, le dijo:
— Padre, he aquí mi título que prueba de que no has sembrado en tierra totalmente fértil.
El padre colocó su mano sobre la cabeza de Namid y le dio algunos golpecitos suaves en ella alabando su hazaña y exclamó:
—»Ahora sí, ve. Levanta tu frente y con tu mente brillante hipnotiza a este pueblo de pobres ignorantes.»
Son los hombres de mayor importancia en la ciudad sus colegas y amigos más cercanos, incluido Monseñor. Es Namid al igual que sus amigos, ellos se asemejan al árbol adorado por los indios; exprime a los seres, absorbe su sangre y después sus hojas deja caer con hipocresía como si no hicieran mal alguno.
Años más, años menos, Namid es elegido mandatario de un pueblo entero. Un pueblo que, a pesar de su independencia, refleja la esclavitud de sus hombres: el pobre es esclavo del rico y el rico es esclavo del poder.
La alabanza como característica a su inteligencia y gestión era constante por parte de los círculos dirigentes, aunque jamás como el apoyo frívolo de su padre. Crecía su vida a la par que su poder lleno de altivez. La importancia que le daba a los placeres de viajes para satisfacer necesidades propias, yacía muy alta. Sin embargo, la influencia excesiva de su padre y de sus ancestros como líderes minimizaba su carácter. La inseguridad de Namid se acrecentaba desconfiando de todos los que le rodeaban y quedando solo en el camino.
Los azotes que sufre Namid en el camino de orgullo y poder los siente en su intimidad de hogar. Tras mucho tiempo en andares poco propios de su vocación real, él ya gastado y teñido de algunas canas, reflexiona:
— «Cuan semejante es esta humanidad a las ranas. Las ranas de esta humanidad son de gran variedad de especies y familias, pero las que realmente hacen más bulla son aquellas ranas aristócratas. Sin duda alguna es por tener la garganta más ancha que cualquiera. Ellas no se distinguen por su conocimiento estrecho sino por la amplitud en su gañote» —
Tal ha sido su enfrentamiento consigo mismo, que Namid no puede callar su débil corazón. Él sabe que las fuerzas con las que ha tenido que lidiar solo entienden el lenguaje de los cañones y las súplicas de los que emiten los proyectiles de avaricia y dominio.
Así, que Namid con lo poco que le queda de carácter, emprende aquello que es su último objetivo: Derrotar el hambre de vanidad en su pueblo — el pecado que vende y compra almas —. El hambre que es la desgracia milenaria. Así entonces, él no detiene su pluma para escribir con tinta y no con sangre lo que le sigue a su pueblo; la tan anhelada fraternidad entre todos.
Cada único minuto de encanto que logra vivir en su intimidad, Namid alcanza a vislumbrar un corazón de fuego y luz; librar su alma de convenciones y tradiciones humanas crueles.
Un solo minuto que transcurre entre el producto de la belleza y los sueños del amor es mucho más sublime y más grato que todo un siglo lleno de prestigio y gloria, porque en aquel minuto germinan las certezas del hombre y en el siglo aquel, el hombre duerme sereno con un sueño ininterrumpido.
Aly